PARA SABER INVESTIGAR, NO HAY QUE OÍR HAY QUE ESCUCHAR.
Hace unos años, un lunes algo muermo, poco antes del almuerzo, sonó el teléfono de Sherlock Holmes. La mofletuda Condesa de Nata se había quedado patidifusa ante un medio robo: sí, su cuadro preferido todavía estaba en su sitio, pero los colores se habían esfumado.
Sherlock y Watson observaron las huellas, la ventana, los cristales rotos, chuparon un poco la pipa, volvieron a observarlo todo, una vez más, pero con la lupa… y nada. No se enteraron de que estaban ante un cuadro mágico hasta que se pusieron las misteriosas gafas rojas y azules. Con ellas puestas, todo se transformó y pudieron atravesar el lienzo, para entrar en un mundo único.
En el interior del cuadro se podía andar por el fondo del mar, cambiar el color de las flores con solo acariciarlas u observar como el faro se situaba en una montaña diferente cada vez que alguien saltaba. Y allí mismo fue dónde conocieron a los personajes clave para resolver el caso: una joven pizpireta que decía ser la hija del pintor que firmaba el cuadro; y un escurridizo profesor Moriarty que pretendía robar el tesoro que se escondía en aquella pintura.
La aventura está servida. ¿Conseguirá Sherlock Holmes resolver el caso antes de llegar al blanco y negro? ¿Quién será, en realidad, la niña del cuadro? ¿Le sentará bien la falda a Moriarty cuando se disfrace de la abuela Joroña?
Todas las respuestas, en el teatro.